jueves, 29 de julio de 2010

Entre muertos y vivos







Juan José Millas, en su libro, “Los objetos nos llaman”, defiende continuamente la diferencia entre los vivos y los muertos, no tanto como una realidad física basada en las constantes, sino como una cuestión más amplia: Los vivos proyectando substancia a modo de relámpagos invisibles; y los muertos con una membrana o burbuja que los aleja del mundo y de los otros.

“Las tardes están llenas de muertos en los bares fingiendo que beben”. Sin duda es verdad. Hay infinidad de cadáveres con los que nos cruzamos día a día, en nuestra vida, que fingen no estarlo. Intentan aparentar una luz inexistente, unas sensaciones que no perciben y una respiración innecesaria. Pero no dejan de estar extintos.

Yo debo estar a tiempo parcial, entre los vivos y los muertos. Eso sí, como buen joven recién licenciado, y para ser justo con mis iguales, con el peor de los horarios. Cuando estoy vivo me gusta rodearme de muertos. Resaltan más mi estado y me aportan una serie de enseñanzas para cuando, eventualmente, cambie a la otra vida. No negaré que para mí la gente es una droga. Pero la desbordante, es decir, la que va produciendo historias, problemas y situaciones inverosímiles. Esa gente llena. Cuando estoy muerto, soy justo y aporto. Me convierto en el difunto con mayor proyección posible. Tengo historias rocambolescas o, si hace falta, me las invento. Todo sea por cumplir mi función para algún vivo que necesite contribuciones voluntarias a su capital de vida.

De todas formas la relación entre los vivos y los muertos tiene una especie de inconveniente de base, incompatibilidad tal vez: Sólo es posible si al menos el vivo es consciente de la mortalidad del otro. Sólo se puede beber de un muerto, y por tanto sobrevivirle, si se sabe a ciencia cierta que no le queda ni un latido de verdad en las venas.

El problema más habitual es que convivimos ambos con puro desconocimiento sobre el estado del otro, e incluso, a veces, sobre el propio; un suicidio. Pero un suicidio que no nos coloca en uno u otro extremo, sino en una especie de catarsis, de tierra de nadie, en la que vivir es simplemente hacer uso del instinto de inercia que nos puede.

Anoche, iba en la línea 3 de metro, entre Sol y Arguelles, y a la altura de Plaza de España entró una chica rubia hasta la blancura, con la piel como bañada en lejía, y los ojos sin el menor atisbo de chispa. Sonreía y gesticulaba intentando engañar a su amiga. Se hacía la viva. Pero esa carencia absoluta de expresión no permitía dudar, estaba muerta. Para la mayoría de los hombres sería posiblemente la mujer más atractiva del vagón. Yo en eso le doy la razón a Juan José Millás: “Pero ahora, aunque quisiera, no podría, porque yo mismo he ido encerrándome durante todos estos años dentro de una membrana transparente y flexible de la que sólo podría rescatarme una mujer viva”.

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