domingo, 11 de julio de 2010









Cada uno encuentra reductos de soledad, espacios creados casi al antojo de quien los habita, como si un dios ausente tomara nota de nuestras necesidades. Así es el Valle del Henares. Yo lo descubro en todas sus estaciones desde una terraza silenciosa. Es capaz de mutar en tonalidades. Presentarse como un violento incendio de tonos amarillos en verano, o descubrirse como una representación mitológica de la fecundidad de la madre tierra.

Bujalaro puede que no aparezca en los libros de historia, ni en las grandes guías de viajes interiores. En cambio, para muchos es una concepción perfecta entre un recurso de meditación, un encuentro con el pasado y los recuerdos que nos son comunes más por memoria genética que por experiencia vivida.

Desde ese pueblo, que tomo como base de operaciones, recorro la comarca. Desde la medieval y siempre judaica de espíritu ciudad de Siguenza, hasta los pueblos y aldeas que se pierden entre los valles y los cañones de los ríos Dulce, Henares y Salado.

Algunos fines de semana me permito recluirme en esa terraza, a veces cubierto de mantas, o frente a una chimenea, aliviándome de la ciudad y sus tormentas de monotonía.

Cada uno tiene su tiempo y su espacio de supervivencia. Les dejo una imagen del mío.


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