domingo, 11 de julio de 2010

La Poética de un Museo







Texto publicado en la Revista Museología de la Asociación de Museólogos de España



Uno de los nombres más destacados de la literatura hispana, José Luis Borges, dijo “Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”. No le faltaba razón al destacar la importancia que para el ser humano tiene el pasado vivido, propio o común a una cultura, sociedad o geografía. Igualmente, incluyó en la frase el concepto que hoy quiero resaltar e intentar discernir en esta colaboración; el museo. Según el propio autor lo menciona, el uso de la palabra “museo” tiene un cariz tétrico, agonizante y quebrado. A penas resulta una colección de ruinas de la historia, un cementerio de recuerdos o un asilo de imágenes.

Aunque todavía resten algunos centros en la geografía nacional que puedan acercase a ese concepto equívoco de “museo”, nuestros museos actuales, o así lo entiendo, distan mucho de esa visión decimonónica de los proyectos museográficos. Quienes nos hemos criado entre las paredes de un museo, sabemos de la vida que reside entre sus salas y pasillos, de cómo es capaz de ser un custodio de la memoria e historia colectiva y, del mismo modo, evolucionar y adaptarse al presente, con vistas al futuro; y no perder el paso de la sociedad en que habita.

Otra figura destacada de las letras en lengua española, como fue Juan Ramón Jiménez, dedicó una de sus obras más importantes “a la minoría siempre”. No era un grito, como muchos pretenden ver, a una cultura de élites, sino una confesión despreocupada de no tener especial interés por vencer los límites del arte para conseguir un lector más o mejor prensa. Cada día es mucho más evidente en la cultura que nuestro fin, y el de los museos aun más, debe ser la mayoría, la universalidad. Por supuesto sería una quimera pretender llegar a todo el mundo en la plenitud de los conocimientos o experiencias que un proyecto museológico puede ofrecer. Pero un buen museo debe saber acercarse a cada público (investigadores, estudiosos, alumnos de distintos niveles, niños, personas de edad avanzada, etc.) proveyéndolos de las actividades, vías y contenidos adecuados a sus necesidades y demandas. En ningún caso ese objetivo nos debe llevar a “malvender” nuestra cultura, es decir, rebajar los límites, contenidos o niveles para acercar todo a todos; sino elevar y aupar a la sociedad para que crezca teniéndolos como motor y como fuerza.

Quizás en este mundo de la imagen, de las nuevas tecnologías, de la información (desinformación o “sobreinformación”) también se puede cometer el error, grave según mi punto de vista, de proponer proyectos más “oportunistas” que perdurables en el tiempo; con más impacto instantáneo que proyección de futuro. Un museo, como el buen arte o un poema, debe tener una realidad inmortal. Ninguna obra de arte puede pretender morir (física o conceptualmente), es más, la razón de las grandes creaciones viene en muchos casos justificada por su capacidad de perdurabilidad y sentido en distintos momentos del tiempo y en distintas culturas.

Visitando ya hace algunas fechas la exposición “La invención del Siglo XX; Carl Einstein y las Vanguardias” (Museo Reina Sofía, Madrid) sufrí una profunda emoción al leer una frase que venía a describir un pensamiento de un escritor y activista cultural, además de buen amigo, Juan Carlos de Sancho, quien desde hace algunos años me insiste en que debemos creer en “el héroe colectivo” y en las “redes de simpatía”. En el caso de Carl Einstein decía que “hay que desbancar el arcaico concepto de yo y alzar a la sintaxis colectiva”. Ambos con las distancias del tiempo, pero con el mismo sentido humano y generoso, apuestan por trabajar en la cultura como una colectividad, como un fruto de todos cuantos forman parte de la misma. Cada obra, cada creación es resultado de un autor, pero a su vez de la sociedad que le rodea, de esas “redes de simpatía” que forma parte de la vida del artista.

Por supuesto el museo es un buen ejemplo para poner esto en práctica. No podemos seguir teniendo a los museos como meras edificaciones o centros expositivos. Han de ser, ante todo, volcanes de ideas y reflexión, grandes senos de vida cultural y revolución. Si la palabra es “un arma cargada de futuro”, aun más debe serlo un museo. El proyecto museográfico no puede quedarse entre cuatro paredes y dos vitrinas, gestionados por un personal a sueldo. Debe evolucionar hacia una colectividad de investigadores, visitantes, colaboradores, voluntarios y amigos del museo. Debe formar un “todo” que lo haga crecer y proyectarse como un faro de acción en su entorno.

El público debe acercase a un museo por interés, curiosidad, diversión o como simple lugar de encuentro. Ha de formar parte de nuestras vidas, de nuestro barrio o nuestra ciudad, como un lugar más donde conversar, debatir o crear. Aunque resulte increíble, todavía existe la confusión entre la seguridad y la “hiperprotección”. Muchas veces nos acercamos a un museo, no como meros visitantes, sino con la intención de beber de su entorno cierta inspiración o entablar un diálogo con el contexto. Las reacciones son dispares, pero perdura en muchos un cierto “estado policial” que no admite ni facilita esa sana intención de coexistir con el hábitat museológico.

Emulando a un poeta J.M. Caballero Bonald quien escribió “Porque logré sobrevivir lo escribo” me gustaría afirmar: Porque lo he vivido lo escribo. Desde el respeto y la admiración que le profeso, tomo su frase para corroborar que existen los museos que he descrito: Los museos vivos, los museos abiertos, los museos con futuro. Mucho he correteado por sus salas y pasillos, algo he aprendido, y he creado infinidad de veces en sus patios, en sus cafeterías o sentado frente a alguna de sus obras expuestas.

Sin duda eso es para mí un museo. Como poeta me permitirán la imagen: Un museo es un enorme poema abierto y dispuesto a ser terminado por todos y cada uno de los que a él se acercan, universal y eterno.


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