domingo, 15 de mayo de 2011

La mujer que busca la libertad en la ventana


Ella no lo sabe. Permanece ajena a todo. No hace ningún esfuerzo por destacar ni centrar mi mirada tras el cristal y la decena de metros que nos separan.  Suele vestir de oscuro, trajes negros en su mayoría. Tampoco lo sé con exactitud. Puede que tenga ropa colorida, pero cuando está en casa, usa unos cómodos conjuntos de tejidos ligeros, frescos y cómodos.  Lleva siempre el pelo suelto. Lo lleva así siempre que la veo. No pretende destacar. Ella guarda su serena belleza en gestos mínimos y equilibrada luz proyectada sobre su piel clara.

No sé cuánto tiempo hace que la observo. Meses quizás. Seguramente lleve años haciendo lo mismo, pero yo no lo recuerdo. Desde mi piso se ve su ventana. No es el edificio que está justo frente al mío. Pero está cerca. Un alto complejo rojizo con tres columnas de ventanas acristaladas como espejos gigantes está coronado por la vivienda que ella habita. Nunca me he fijado en otra ventana. No sé si el edificio está lleno, o sólo está ella. El resto de las ventanas apenas se mueven o dan luz por las noches. Todas, eso sí, reflejan el sol de la tarde contra mis retinas. Duele el sol a esas horas.

Foto: Raúl Rodríguez

Lo hace. Abre la ventana a todas horas para asomarse. Con el fin de sacudir cualquier cosa. La he visto volcando un mantel, quitando arrugas a un pantalón mal doblado. Separándose la melena enredada. Vaciando los restos de una bolsa. Limpiando un paño o la fregona. Tiene una necesidad casi obsesiva de volcar a la calle todo lo que ella cree no debe estar en su casa. Tampoco estoy seguro que pretenda limpiar, retirar el polvo, quitar la basura. Se me antoja que quiere escapar. Quiere vivir fuera. Mira siempre abajo. Se queda absorta tras esas cotidianas acciones y parece soñar de alguna forma con el exterior.  No parece una princesa secuestrada en la torre de un castillo de cuentos, ni un ama de casa a la que se le niega la libertad. Pero me preocupa. Me asusta. A veces tengo incluso miedo de que esté siempre midiendo el peso de las cosas en caída libre desde su ventana para, si al final se atreve, ver qué sucedería si se tirara.

Adoramos los vacíos. Son espacios en que el mundo no rinde pleitesías a ninguna de las dictaduras que nos pudren y atormentan. Al igual que alejamos el mal al contarlo, al proponerlo en la distancia de una carta que enviamos, o que nunca remitiremos, pero quemamos o desechamos en la papelera del escritorio, ella destruye lo que es dejándolo en la destrucción del aire y la ciudad que apisona nuestros restos.

La he saludado alguna vez. Permanecemos mirándonos a los ojos, manteniendo un pulso de miradas constantes. Una competición de aquellas que, cuando niños, ganábamos si eras el último en retirar los ojos o reírte. Pero nunca responde. Nunca hace nada. Yo he llegado incluso a fotografiarla desde mi ventana. Casi podría decir que posa. Que lo acepta. Le gusta. Por alguna razón están pidiendo que la salve. O salvarse ella misma. Pero luego se aparta, cierra la ventana y desaparece. 

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